El fútbol y la política no son amigos

En 1986, Diego Armando Maradona, previo al partido contra los ingleses, reunió a sus compañeros en el vestuario y los instó a dejar a un lado las injusticias cometidas durante la guerra de las Malvinas. 

Les pidió concentrarse únicamente en el partido; en que la pelota entrara varias veces en el marco rival y nunca en el propio.

Sin embargo, cuando saltó a la cancha y el himno argentino se reprodujo en las bocinas del estadio Azteca, se olvidó de la petición y le gritó a todos sus compañeros:

—¡Recuerden que estos pelotudos nos mataron a los soldados! ¡Esto va por las Malvinas!

A la escena le faltaron algunas palabras y le sobraron otras tantas, pero las cosas más o menos ocurrieron así.

El resto fue historia…

Maradona le hizo de todo a los ingleses. En clara gambeta al reglamento, se mandó un gol con la mano y lo celebró como si fuera el tanto del siglo. Después anotó el tanto del siglo, claro. Porque con Diego las cuentas siempre fueron claras.

Ésta fue la única vez en que la pelota y la política se mezclaron y las cosas salieron bien. Bien para los argentinos, por supuesto. Que el llanto de los ingleses sigue encriptado a modo de eco en las orillas de un estadio que pareció nacer para momentos épicos.

Después de, ha habido varios intentos… todos fallidos.

Desde directivos de fútbol que se ganaron el cariño del pueblo y luego saltaron a sillas gubernamentales (incluyendo la presidencial), hasta comentaristas y futbolistas que, sin querer queriendo, meten su cuchara en favor o en contra de cierto candidato. Y el problema no es que hablen bien o hablen mal de algún político. El problema es que el sentimiento rara vez es genuino, y es ahí donde las cosas no conectan.

El fútbol nació para sacar lo peor y lo mejor de cada persona. Por eso están los cinco carniceros y los diez mágicos. Los nueve que buscan destapar el grito de gol y el portero que se dedica literalmente a evitarlo. La fiesta y el arbitro; el triunfo y el lamento. La trampa y el fair play; los barra brava y los aficionados de sofá.

El fútbol es la representación de la vida misma encerrada en noventa y pico de minutos. En ellos está permitido todo, incluso la idiotez.

La política, en cambio, nació para darle orden a un colectivo históricamente desordenado. Castigar a los malos y premiar a los buenos, es parte importante de su labor, como también lo es lograr que patrones y empleados trabajen en equipo. Básicamente evitar que nos destruyamos entre nosotros. Esa es la función de un buen político. 

Por eso es importante aclarar que la pasión no cabe en su pequeño universo. O al menos no esa pasión exclusiva de las tribunas. Porque en una tribuna, insisto, uno puede ser un poco de todo; gritar penal cuando el rival ni siquiera tocó a tu jugador, o llamar ratero al árbitro que expulsó correctamente a tu defensa central.

El hincha puede ser ciego; el político debe tener vista de águila. La lealtad de los aficionados te obliga a mantenerte arriba del barco cuando las cosas andan mal; el político debe ajustar lo necesario para que las cosas casi siempre salgan bien.

Moraleja: el fútbol y la política no son amigos. 

El fútbol es una fiesta… ¿y la política? La política es el empleo favorito de algunos bandidos.

Cuando todo está dicho, decir más, está de más.

LA PLUMA DE JAIME GARZA

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Texto: Jaime Garza 
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