Recuerdo la primera vez que fui a una cancha de fútbol.

El estadio estaba a reventar; la gente no dejaba de cantar.

Había un par de túneles largos de los cuales salían los equipos, y sinceramente no me acuerdo bien si grité más en contra del rival o en apoyo de los míos.

Los jugadores visitantes volteaban a vernos; retadores.

El portero tenía que aguantarse las cargadas de una hinchada que, no conforme con faltarle a él, se metían con la reputación de su señora madre.

En sentido figurado, claro está. Como lo es todo dentro del rectángulo verde.

Los defensas contrarios podían ser los tipos más elegantes y limpios del planeta, pero nuestros ojos los veían como a unos carniceros que ni por el balón podían ir sin que nosotros le exigiéramos al árbitro que les sacara la tarjeta roja.

Y lo mejor de todo era que, de tanto suplicar, de vez en cuando el del silbato nos hacía caso.

Los medios podían despertar con el espíritu de Diego Armando Maradona incrustado en sus botines, y aún así no los bajábamos de troncos.

Los laterales podían subir con la mejor disposición del mundo, pero nosotros les espantábamos la carrera desde la tribuna.

Los delanteros podían ser tan certeros como Ronaldo el brasileño, pero nosotros nos encargábamos de que sus tiros salieran chorreados.

Y si alguno… o dos… o tres… o cinco acababan en gol, gritábamos de tal forma que pesaran más nuestros aullidos que sus festejos.

Y la cosa ocurría exactamente al revés con los nuestros.

Podíamos tener a un muerto en el arco, pero durante noventa minutos lo hacíamos sentir como al mismísimo Oliver Kahn.

En la central alineábamos a dos salvajes que nosotros disfrazábamos de ángeles, en la media le dábamos el diez a cualquiera y nos encargábamos de que se la creyera,  por las laterales hacíamos velocistas de las tortugas, y arriba le agrandábamos el arco al pata chueca que tuviéramos por delantero.

Eran otros tiempos, no obstante. 

Ahora los jugadores salen tomados de la mano y se tienen que cuidar hasta de la forma en la cual se expresan…  en la cual festejan.

Los aficionados podemos gritar, pero no tanto. Podemos enojarnos, pero sin agredir al rival.

No vaya a ser que se lo tomen a mal y provoquemos violencia.

Así el fútbol ahora que la pelota es de cristal.

Cuando todo está dicho, decir más, está de más.

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Texto: Jaime Garza 
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