El Perro
Foto: Aline Castillo / Instagram: alineoffduty

Fue un camino complicado de Veracruz a Monterrey. No fue cómodo, estuvo muy lejos de la perfección. El camión que abordó Rogelio tenía asientos desgastados. Dentro del autobús predominaba un fuerte olor que oscilaba entre pie de atleta, orina fermentada y perro muerto. Sus vecinos de butaca fueron una madre soltera de tez pálida y un par de bebés que lloraron con sufrimiento durante todo el viaje. Además, en su trayecto se ponchó una llanta, incidente que alargó dos horas el tiempo estimado de  llegada. Sin embargo, Rogelio procuró ignorar las malas circunstancias, manteniéndose optimista al mirar por la ventana las estrellas que parecían sonreírle, soñando con un mejor futuro al llegar a la estación Central de Monterrey.

Migró contra su voluntad después de que un grupo del crimen organizado le arrebatara violentamente un rancho (su única propiedad) que le daba sustento a su familia para vivir de la ganadería y ser autosustentables. Se ubicaba en el municipio de Tamiahua, Veracruz. Tenía diez hectáreas de terreno  abundante en vegetación que era perfecto para criar al rebaño. El horizonte parecía no tener fin dentro de ese paraíso rico en flora. Se respiraba un aire fresco y limpio que llenaba los pulmones de tranquilidad.

Luego del altercado, María, su esposa, y Susana, su hija, decidieron quedarse en casa de un tío cercano en Veracruz a espera de que Rogelio se asentara en la ciudad y consiguiera el sustento para mantenerlas en Monterrey.

Al salir de la central de autobuses ubicada en la Calle Colón, con sólo 500 pesos en la cartera y fondos inexistentes en su cuenta bancaria, la desorientación y los azares del destino llevaron a Rogelio a hospedarse la primera noche en un motel barato de la calle Reforma.

Foto: Aline Castillo / Instagram: alineoffduty

La ventana del recinto presumía una vista hacia una ciudad pintada de colores neón, adornada por teporochos, borrachines peleoneros y damas de compañía para todo gusto. Al intentar dormir ese día, imaginaba a su esposa sonriente amamantando a Susana postrada en una hamaca, pero sus fantasías eran interrumpidas por el sonido exterior a su habitación que emitían las sirenas policíacas.

A pesar de que el hospedaje fue gratuito en el “Motel Love” de la calle reforma durante dos semanas debido a un arreglo logrado con el dueño, los primeros días en la urbe fueron difíciles. Tocar puerta, tras puerta, tras puerta para entregar incontables solicitudes de trabajo sin recibir respuesta alguna hacía crecer la frustración. La falta de oportunidades se debía a la inexistente experiencia laboral. Días de búsqueda y noches en vela, hora tras hora sin resultado ante la urgencia de conseguir por lo menos el alimento diario.

Rogelio se había convertido en una pequeña e invisible hormiga en una metrópoli que parecía rechazarlo y alejarlo de sus aspiraciones por tener de nuevo una vida normal y tranquila. Las múltiples mentadas de madre, el aire contaminado que lo sofocaba, la gente volteándole la cara, la hora pico del metro y  el mal trato de la población en general lo enfurecían.

Pero al quinceavo día, el teléfono sonó. Un restaurante de medio pelo en San Pedro requería con urgencia a cualquier empleado, con o sin experiencia laboral para encargarse de la loza. El pago era malo, 1,200 pesos a la semana, pero Rogelio accedió bajo la promesa de crecimiento que le ofrecieron (hay quienes consideran el trabajo de lava trastes como poco exigente, un empleo que cualquiera podría realizar, pero una persona que lava alrededor de 2,000 platos y utensilios diariamente debería ser galardonada con un premio a la valentía).

Cuchara, tenedor, jabón, plato, esponja, sartén, cazo, esponja, jabón, esponja, jabón, jabón. Lunes, callos, martes, ampollas, miércoles, ¿viernes? Parado frente a la tarja sin descansar, concentrado en el trabajo, sólo en el trabajo. Siempre pedía horas extra. Laborar en exceso lo ayudaba a huir de sus pensamientos, de sus emociones. Extrañaba a su hija, a su esposa, las cosas simples, la vida tranquila, el rancho. Al terminar su turno y subir a la ruta 306 que lo llevaba a un departamento que alquiló junto con dos compañeros de trabajo, Rogelio fantaseaba con los espacios abiertos de Veracruz, mientras se sofocaba entre la axila de un obrero y el codo de una señora.

Casi no dormía. Emitía un llanto silencioso cada 3 noches que se ahogaba en sus entrañas. Sus únicos amigos en Monterrey eran un disco de Tom Waits llamado Closing Time que le heredó su padre y unas viejas bocinas que le regaló María.

La obsesión con sus labores y un talento nato para la cocina le valieron un rápido ascenso. De lava loza a pinche, de pinche a cocinero, de cocinero a encargado. A los 4 meses lo apodaron “el perro” en un doble sentido. Uno, por su constante enojo y exigencia con los demás empleados, simulando a un perro rabioso, y el segundo gracias a su facilidad para recibir órdenes y llevarlas a cabo. “Perro” la orden tiene que estar lista. “Perro” checa la salsa. “Perro”, “Perro”, “Perro”, a los pocos días casi había olvidado su nombre, quedaba muy poco de Rogelio.

Pero el sueño de ver a sus familiares cada vez se veía más cercano. No gastaba en él, todo lo ahorraba para Susana y María. El esfuerzo valdría la pena. El abrazo de su amada llenaría el hueco que creció durante los meses de soledad.

Foto: Aline Castillo / Instagram: alineoffduty

Un pequeño departamento en la colonia Corregidora y un sueldo de medio pelo fueron la clave para cerrar el plan de una nueva vida en Monterrey. Finalmente había logrado el sustento necesario para sus amadas. “El Perro” llamó a María para darle las buenas nuevas e inmediatamente les compró boletos de autobús. Llegarían a la estación central de Colón, misma a la que llegó Rogelio.

Estaba tan emocionado que llegó un par de horas antes de la hora programada para el camión de Susana y María.

Mientras Rogelio esperaba ansioso en una silla metálica de la estación, recordando las pláticas en la playa de Veracruz con su esposa, las noches de pasión, las caminatas de mano sudada, el parto de Susana, las comidas familiares, el rozar de los labios de María, sus gestos, sus sonrisas, el amor, sucedía  uno de los accidentes más trágicos en la historia de la carretera de los Chorros. Un autobús de pasajeros caía en un barranco debido a una distracción del chófer. El suceso se desarrolló en una curva pronunciada del kilómetro 23. El número de víctimas fue de 30, entre ellas, Susana y María.

Y sin saberlo, “El perro” se quedó esperando.

Lee el Capítulo I de Crónicas y Relatos Regios aquí

Texto: Fabrizio Langarica

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