Ir a McAllen
Los regios y su peculiar manera de comportarse como los mejores seres humanos del mundo… solo cuándo van para ‘el otro lado’.
Las anécdotas que encontrarán en esta peculiar sección, son escritas por mí:
Un casi treintañero regiomontano que tuvo el supuesto privilegio de haber nacido hombre, ser heterosexual y tener la piel medianamente blanca.
Hijo de una familia de clase media… como muchos otros regios.
Crecí pensando que ir a McAllen un par de veces por año era lo mejor del mundo.
Sobre todo cuando esos viajes se daban de manera improvisada, a mitad de semana. Dando licencia para faltar a clases.
Me dormía hasta tarde pensando en todos esos juguetes y videojuegos que trataría de comprar; chocolates de Walmart o Target y hamburguesas del Whataburger cuando tocara regresar.
A las cinco de la mañana ya tenía que estar despierto.
Para las cinco y media ya debíamos estar todos arriba de la camioneta, porque:
‘Si nos vamos ya, no nos va a tocar tanta fila’, decía mamá.
Igual siempre nos tocaba esperar dos o tres horas en el puente.
Intentábamos entretenernos con las revistas que nos daban ahí.
Nos hospedábamos en un hotel que se llamaba Drury Suites, y me encantaba.
Había una cocina muy parecida a la que teníamos en casa, y eso le gustaba mucho a mi mamá.
Nunca fue muy fan de la comida de ‘allá’.
Cuando ese viaje improvisado se daba durante el verano, era aún mejor.
El hotel tenía una alberca a la cual solíamos meternos luego de ir de compras.
Me encantaba ir a Toys ‘R’ Us y comprar casetes para mi Game Boy Advance.
Después iba a Payless y escogía unos tenis que no eran totalmente blancos (como ordenaban en el colegio), pero igual me los ponía y me duraban al menos dos cursos enteros.
Ya de regreso en el hotel, después de jugar un rato en la alberca mientras mi familia comía papitas y tomaban cerveza en una especie de palapa, mis hermanos y yo jugábamos carreras para ver quién llegaba más rápido a la habitación, porque había un elevador en cada esquina y el cuarto donde nos hospedábamos casi siempre era de los de en medio.
Por la noche veíamos alguna novela latina, partido de fútbol o show con público en vivo similar a lo que hoy es Casos de Familia o Caso Cerrado, porque era de lo poco que podíamos ver en idioma español.
Mi mamá le quitaba las etiquetas a las cosas, buscaba la manera de que todo cupiera en la maleta y se aseguraba de que no se nos quedara nada.
A la mañana siguiente nos despertábamos muy temprano para alcanzar el desayuno del hotel, que casi siempre era: cereal, wafles, huevo ‘en polvo’, salchicha y tocino; jugo de naranja y café.
De regreso llegábamos a HEB para comprar papitas y cosas para el camino.
La experiencia culminaba en la frontera, en esa especie de semáforo que debía tocar en verde, porque si tocaba en rojo, decía mi mamá, nos bajaban y nos quitaban todo.
Después crecí y me di cuenta de que era mentira. Solo lo decía para que mis hermanos y yo estuviéramos quietos, porque eso sí, algo tenía McAllen que nos obligaba a comportarnos de manera correcta.
Nos poníamos el cinturón y guardábamos silencio. Mi mamá cuidaba hasta lo que decíamos, porque aseguraba que en el puente había micrófonos.
Ya en territorio mexicano, todo cambiaba.
Nos sacábamos el cinturón y volvíamos a ser nosotros.
También te puede interesar:
• Los riesgos de satanizar la meritocracia
Texto: Jaime Garza
Follow @JaimeGarzaAutor