Homero es un señor de sesenta y cuatro años que conduce un taxi para ganarse la vida. Es padre de tres adultos y abuelo de cuatro niños.
Desde que su esposa Rosa murió, Homero se ha vuelto prácticamente mudo.
La muerte de su compañera pareció dejarlo sin palabras.
No habla ni con sus pasajeros.
Cuando alguien le pregunta algo, sus respuestas son lo más cortas posibles: sí, no… como sea.
Y si anda muy religioso, de vez en cuando arroja un: si Dios quiere.
Sin embargo, entre sus amigos, Homero habla hasta por los codos.
Charla, debate, argumenta y hasta discute cuando es necesario.
Como si todas las cosas que no les dice a sus hijos cuando lo llaman para preguntarle cómo está, o cuando algún pasajero intenta sacarle plática, las guardara para esas charlas de horas enteras con sus amigos.
Amigos que, cabe señalar, apenas va a conocer esta tarde, cuando acuda a la reunión por el décimo aniversario de la estación de radio a donde Homero marca todos los días para hablar de fútbol.
Sus amigos favoritos son los conductores del Morning Show de las seis de la mañana.
Esos cuatro treintañeros que en muchos momentos se les olvida que trabajan para una estación deportiva y se ponen a hablar de cualquier tarugada.
Se divierte con los ‘barra brava’ de las doce del mediodía.
Por tradición escucha el programa de las dos de la tarde, aunque sabe que ya nada es igual desde que falleció el conductor titular.
No tolera mucho a la señora de las cinco de la tarde… mucho menos a su ‘Patiño’, que siempre quiere hablar de fútbol internacional e ignora a los equipos locales, pero igual los escucha.
Aprende con los intelectuales de las seis de la tarde y se detiene a cenar algo mientras escucha el último programa de la parrilla, a las ocho de la noche.
Así ha sido su rutina desde hace cinco años, cuando Rosa partió de este mundo y don Homero encontró, en los locutores de fútbol, lo más parecido a un amigo.
Cuando todo está dicho, decir más, está de más.
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Texto: Jaime Garza
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