Durante mi corta trayectoria en la industria restaurantera, tuve el honor de conocer en vivo y en directo a las figuras arquetípicas que han surgido a lo largo de la historia culinaria: el encargado cascarrabias en busca de estándares que rebasen la perfección, cocineros estudiantes ganando la papa diaria para pagar la escuela, cajeros ladrones expertos en robo hormiga, chefs ejecutivos ansiosos por mostrar el arte de cocinar y dueños de establecimientos dispuestos a pasarse la Ley Federal del Trabajo por el arco del triunfo. Estas distintivas personalidades carburan a la imperfección para nutrir a tu paladar de bocados placenteros. Luchan contra el tedio de las rush hour y la hueva de lavar por lo menos 300 utensilios a diario.

Antes de adentrarme en el medio como cocinero en un restaurante hawaiano, con aires de grandeza creí conocer a profundidad el funcionamiento completo de la industria, basado en un par de documentales y algunos artículos en periódicos de ocasión. Sinceramente, el material que consumí no estuvo lejos de la verdad, sin embargo, olvidaron a un personaje contemporáneo de suma importancia, cuyo trabajo incrementó y se visualizó a raíz de la pandemia, el último eslabón de la cadena alimentaria: el repartidor.

No esconderé mi desagrado por ciertas actitudes que observé en un gran porcentaje de ellos, con sus debidas excepciones. En general, la interacción entre el restaurante y el repartidor es áspera, sobre todo en horarios concurridos donde las ordenes suelen tardar en salir de la cocina.

Los repartidores, ansiosos por entregar los pedidos, se acercaban al mostrador para solicitar la comida, en caso de no recibir el encargo de inmediato, fruncían el ceño y esperaban al costado de la barra que separaba al cajero del comedor. Conforme los minutos pasaban, el volumen de su voz iba del 15 al 30. He de admitir que en alguna ocasión cedí ante la presión y confronté a un repartidor, armando una escena bochornosa donde abundaron las mentadas de madre con una larga fila de comensales escuchándonos.

A partir de esa pelea, les puse la lupa encima en busca de nuevas imperfecciones que ayudaran a alimentar mi idea de los repartidores como escoria de la sociedad. Era claro mi sesgo en base a esa experiencia. No tardé en encontrar errores al por mayor e incluso había llevado mi tarea hacia las calles, estudiaba a profundidad la forma en que manejaban como energúmenos sus motocicletas, pasaban los rojos sin consideración alguna e invadían carriles con frecuencia.

Al llegar a mi cenit de obsesión por los repartidores, comprendí que debía existir alguna razón para tener esa jeta perpetua y una falta de amor por la vida misma representada en el acto de cruzar los semáforos en rojo sin voltear a la derecha o izquierda ¿Qué puede llevar a una persona hacia el piloto automático?

Todo trabajador es explotado en cierto momento. Lo fui durante un lapso cuando la sucursal del restaurante para el que trabajaba estuvo cerca de cerrar sus puertas y llevaron al corto personal disponible a trabajar horas extra pagadas de forma incorrecta, sin tomar en cuenta todas las de la ley. Si debo demandar la injusticia, también seré autocrítico sobre mi desempeño como empleado calificándome como promedio, con el don de la impuntualidad y la holgazanería digna de un entonces joven de 18. Este roce entre el patrón y el empleado es natural, yo lo entendía, pero ¿Qué pasaría si existiese un patrón invisible que disfrazara el esclavismo con libertad?

Esa pregunta me ayudó a entender lo que sucedía con los repartidores que llegué a odiar durante un lapso. Las empresas para las que trabajan, tales como Rappi, UberEats, Didi Food, entre muchas otras, venden la idea de emprendimiento y auto empleo a través de sus plataformas para maquillar la precarización y falta de derechos laborales que los protejan como trabajadores, obligándolos a exigirse a niveles estratosféricos, regalándoles el látigo con el que se autoflagelarán. Dan nombres pomposos, tales como “socio” o “trabajador de cuenta propia” para lavarse las manos cual Pilatos, mientras sectores de la población aplauden la cantidad de empleos que generan. Sin duda alguna, alimentan al punto de la obesidad a la sociedad del cansancio.

Observé como cocinero durante el 2019, el acelerado crecimiento de estas plataformas y de la profesión del repartidor. Partí del puesto antes de la pandemia, así que no puedo asegurar de viva voz el desarrollo de la entrega de comida durante el 2020 y la catalización hacia estas aplicaciones a raíz del covid, pero los números hablan por sí solos, con ganancias multimillonarias para los accionistas de dichas empresas.

La lucha ha crecido y los sindicatos aparecieron para pelear en contra de la explotación del repartidor. El debate ya se ha puesto sobre la mesa, quedan los vacíos de legislación mexicana esperando a ser llenados, mientras tanto, espero con ansias volver a la industria de la cocina para mentarme la madre con los repartidores.

Texto: Fabrizio Langarica
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