Juan el vigilante

Si buscamos en el diccionario la palabra perdedor, entre los sinónimos encontraremos el nombre de Juan.

Mas no cualquier Juan.

Juan: el vigilante. 

Ese morocho de metro y poquito, bigote tupido y barriga abultada que trabaja como guardia de seguridad en uno de esos tantos fraccionamientos privados que se pusieron de moda acá en el norte.

Esto a raíz de que los narcos se adueñaran de las calles.

Los vecinos se reunieron y llegaron a la conclusión de que cerrar los accesos y poner una caseta de vigilancia en la entrada de la colonia sería una especie de escudo imbatible. 

Un blindaje que los mantendría a salvo de todo lo malo que sucede del otro lado del portón.

Hay una alta rotación de personal en esta clase de fraccionamientos.

Los guardias se cansan pronto de los desplantes de esa gente que se cree de la alta sociedad y cuyo estatus real está por debajo de la media.

Pero no estoy aquí para hablarles de quienes se marearon sin siquiera montarse en un ladrillo.

El protagonista de esta historia es Juan: el vigilante.

Ese sujeto que, a diferencia de sus colegas, sí le tiene amor y lealtad a su oficio.

Lleva más de diez años trabajando como guardia en el fraccionamiento El Roble y cumple a cabalidad con sus funciones.

Está hecho a prejuicio, clasismo y racismo de sus residentes.

A los propietarios de autos caros los deja pasar sin tanto repelo. Más si son blancos y visten ropas finas.

En cambio, a los de carros ‘baratos’, que son morenos (como él) y que no usan ropa de marca, hasta disfruta cuando les niega el acceso.

Lo ve como un pequeño triunfo.

En una vida acostumbrada a la derrota, hacer que otro pierda ‘algo’, aunque ese ‘algo’ sea el burdo acceso a una simple colonia, es lo más parecido a una victoria.

He ahí el motivo de la sonrisa extendida cada que le dice a alguien que no, que de ninguna manera pueda pasar a ‘su fraccionamiento’.

Cuando todo está dicho, decir más, está de más.

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Texto: Jaime Garza
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