Imagina que estás teniendo un día perfecto.
Se da ese viaje con los amigos que, de tanto posponerlo, parecía imposible. O que estás teniendo la cita perfecta con la chica de tus sueños. O que te dieron ese ascenso que tanto trabajo te había costado. O que estás comiendo tu platillo favorito o que convives con esos primos a los cuales no veías desde hace tiempo.
Imagina que estás teniendo un día perfecto, y de pronto, sin previo aviso ni saber por qué, todo se apaga pero el día sigue soleado. No se escucha nada, aunque la gente sigue bromeando.
Estás, pero no.
Ríes, pero no gozas.
Hablas, pero no charlas.
Y como si eso fuera poco, el corazón comienza a latir con fuerza y todo a tus alrededores se pone de cabeza.
Tu mundo da vueltas, mientras el del resto sigue con su marcha habitual.
Sientes que no puedes respirar, mas no quieres preocupar a nadie, entonces sigues actuando como si nada estuviera pasando, cuando en realidad pasa todo.
O pasa nada, mejor dicho.
Quedas atrapado en una nada infinita, y ese es el peor de lo infiernos.
Comes sin apetito y besas sin cariño. Duermes sin soñar y coges sin hacer el amor.
Vives a medias… o andas, pero no vives.
Sí. Eso es más preciso.
Imagina que estás teniendo un día perfecto, pero tú no estás.
Porque la ansiedad llega sin que nadie la invite y se queda ahí, muy cerca de tu oído.
Te recuerda angustias de hace varios años y arruina la paz.
La hace de mal tercio cuando le dices te amo a tu novia y halla la manera de inyectarle angustia a ratos destinados a la felicidad.
—¿Qué sucede, cariño?
Seguro te preguntará.
Y tú dirás que nada. Que no se preocupe. Que ya pasará.
Y volverás a besarla, sabiendo que nada estará bien.
Y ella recibirá ese beso y se preguntará si ese bajón de ánimo tuvo algo que ver con ella.
Y la duda la atormentará mil noches, hasta que decida irse.
Imagina que estás teniendo un día perfecto, y la ansiedad llega a arruinarlo todo.
Cuando todo está dicho, decir más, está de más.
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Texto: Jaime Garza
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