Colón de Santa Fe

En el país donde nací, uno no se hace hincha de un equipo por su historia ni por sus títulos. Si fuera así, más de la mitad de los estadios estarían vacíos; las opciones se contarían con los dedos de una mano.

En cambio, cada cancha es una caldera.

Los equipos que nacieron condenados a cargar siempre con el rosario en la mano y a menudo imploran al cielo no caer a la B, tienen apoyo cada fin de semana. Nunca los dejan solos, aún y cuando muchos hacen de todo para quedarse solos.

A los medianos les pasa igual.

No importa que sus aficionados en el fondo sepan que difícilmente van a campeonar. 

¿Que el descenso no les respira en la nuca? 

Va. Pero igual muy lejos no están y nunca los abandonan.

Nadie anda solo por estas tierras. 

A cada club le hallamos un motivo para seguirlo, y el mío tiene nombre y apellido: Silvano Ferreira, se llama. Aunque yo prefiero decirle papá.

Mi viejo es el típico hombre de bien.

Nació en una familia pobre, pero hizo de todo para salir adelante sin volverse mafioso. 

Nunca le sobró el dinero, es justo decirlo.

¿Vacaciones?

Si acaso en el balneario de la esquina.

Mas nunca faltó comida en su casa. Ni en la de mis abuelos desde que empezó a trabajar, ni en la nuestra cuando se hizo papá.

Mamá nos abandonó pocos meses después del nacimiento de mi hermano. Yo tenía como cuatro o cinco años.

Cuando chico, solía atribuirle más el recuerdo de su cara a la foto que papá guardaba sigilosamente en la billetera, que a una imagen vívida de ella.

Mi viejo hizo de todo para que mi vieja nunca nos hiciera falta, y aunque lo logró en nosotros, se olvidó de sí mismo. 

Y aunque no quería la extrañaba.

Y aunque no debía seguía aferrado a un sueño imposible.

A que llegara de la nada y se quedara para siempre. A que sus tormentos terminaran y de una vez por todas se le diera esa cosa rara de salir campeón en el amor.

Indirectamente, sospecho, por eso me hice ‘sabalero’. Porque esa bandera rojinegra me recuerda en todo al hombre que más he amado en la vida.

Al igual que mi viejo, sabía que me había suscrito irremediablemente a una ilusión sin sentido. O con mucho sentido, corrijo, pero un sentido subjetivo. Personal. Un sentido solo mío, que nadie que no fuera de Colón lo habría entendido.

Porque ser de este equipo era, hasta hace nada, ser de alguien que difícilmente ganaría algo importante. 

Estos colores no nacieron para figurar entre los grandes… es demasiado genuino para rodearse entre bandidos.

Pero así como a mi viejo se le cumplió la rara cosa de salir campeón y un día abrió la puerta y se reencontró con el amor de su vida, a mí se me hizo dar la vuelta olímpica en una pasión menos trascendental, quizás. Pero igual de intensa y genuina. Más sana, sospecho.

Esto tiene que ser un sueño, dijo mi padre en cuanto se encontró con mi vieja.

La abrazó con fuerza y se dio cuenta de que no, que no era un sueño. Que a veces a Dios se le da por escuchar ruegos de segunda mano.

Esto tiene que ser un sueño, pienso mientras me veo mil veces el resumen del partido y vuelvo a ver al arbitro señalar el final del encuentro; el fin de una sequía de más de cien años.

Y confirmo que no, que no es un sueño. 

Que los fieles también podemos ganar.

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Texto: Jaime Garza 
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