El Día del Niño se convierte en el día de la nostalgia cuando dejamos de ser niños y nos convertimos en adultos.
Cuando nos levantamos todos los días a la misma hora, conducimos hasta el trabajo, decimos buenos días sin tener ni desearle genuinamente buenos días a nadie y nos encerramos en una oficina para hacer cosas que en la mayoría de las ocasiones no tienen nada que ver con lo que soñamos hacer cuando éramos niños.
Pero tenemos que trabajar para no morir de hambre.
Y hablando de hambre, cuando uno deja de ser chico y se convierte en adulto, el hambre se vuelve más un problema a solucionar que un gusto a satisfacer.
Comemos porque tenemos que comer, y cuando nos damos el ‘lujo’ de cumplirnos algún antojo, nos sentimos culpables.
Ya sea por las calorías que tienden a tener esos antojos o por lo costosos que suelen resultar.
El caso es igual: a más crecemos, menos creemos merecer la felicidad.
Esa felicidad que cuando niños estaba al alcance de un día de ropa libre en la escuela, pizza para cenar, una película rentada en Blockbuster y noches de lluvia, se transforma en una suerte de estabilidad que algunos llaman aburrimiento, aunque los adultos nos esforcemos en verlo desde un ángulo diferente.
Porque sabemos que la estabilidad puede ser aburrida, sí, pero también nos permite pagar la renta, la comida y los recibos.
Tener un trabajo fijo, aunque resulte poco emocionante en la mayoría de los casos, nos da cierta tranquilidad al momento de pagar las cuentas.
La vida adulta tiene sus cosas buenas, claro.
Y ser niño tiene sus puntos en contra, como que de grande uno decide qué hace y qué no sin necesidad de pedirle permiso a nadie, mientras que de niño no puedes ni ir a la tienda sin autorización de los padres.
De adultos sabemos muchas cosas y de niños lo ignoramos casi todo.
Curiosamente, a más sabemos, más complicado nos resulta ser felices.
¿Tendrá acaso que ver una cosa con la otra?
Feliz día a todos los niños de México y el mundo.
Cuando todo está dicho, decir más, está de más.
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Texto: Jaime Garza
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