Río Santa Catarina

Los hijos del Santa Catarina

El huracán Hanna había pasado hace algunos días, quizá una semana. La ciudad de Monterrey se decoraba con profundos socavones y montañas de basura que iban de norte a sur y oriente a poniente. Los políticos daban discursos esperanzadores mientras la población se distraía con objetos divinos.

El Río Santa Catarina estaba a medio llenar, la brisa creaba en él pequeñas olas que se perdían a pocos metros y los árboles de los costados estaban más verdes que nunca. Había una extraña sensación de tranquilidad a pesar del ruido que emitían las avenidas de alta velocidad que lo rodeaban. Y de esa calma, emergió una pequeña balsa hecha de madera que empezó a navegar en sus aguas. La tripulaban Juan Alberto y Adrián, un par de niños huérfanos que llevaban tiempo viviendo cerca del afluente. Pensaron que sería una divertida idea descubrir los misterios internos del riachuelo en su armadía improvisada. Tardaron un par de días para recolectar los troncos con los que fabricaron su pequeño barco. La construcción no fue fácil, utilizaron todo su ingenio e imaginación para lograr que flotara a duras penas. El plan original que planteó Adrián fue recorrer el Santa Catarina de polo a polo.

Era el segundo día que bogaban en su embarcación. Ya habían realizado un recorrido exitoso por el afluente el día anterior. Descubrieron diversos animales como hermosas garzas blancas y patos de largos picos que alimentaron con pan blanco. Disfrutaban del ecosistema cuando, al cabo de unos metros recorridos, unos policías los empezaron a perseguir, gritándoles desde afuera del río que lo que hacían estaba prohibido y era sumamente peligroso. Poco les importó, siguieron su travesía mientras reían y levantaban el dedo medio a los oficiales con un descaro envidiable. Era una mezcla entre valemadrismo e inocencia que sólo niños de ocho años podrían reflejar.

Luego de escapar de las autoridades, detuvieron la balsa para pescar mojarras a la altura del puente en la Avenida Constituyentes. Ambos habían desarrollado grandes habilidades para la caza y la pesca en pequeños rincones silvestres de la ciudad para saciar el hambre. También aprendieron procesos primitivos de cocina para cocer a las brasas lo que se encontraban, desde ardillas despistadas hasta peces de nombres desconocidos.

Otro método que utilizaban para conseguir comida diaria eran pequeños robos a tiendas de conveniencia aledañas al río. Intentaron vivir en diferentes puntos de la ciudad durante un tiempo, pero siempre volvían al que consideraban su hogar, el Río Santa Catarina. No eran el tipo de niños que tenían grandes preguntas filosóficas sobre su futuro cuando fueran adultos, sólo vivían el momento. Jugueteaban en las aguas del afluente y disfrutaban de pequeños placeres como unas mantecadas Bimbo o una leche de vainilla que habían hurtado.

Se conocieron en un orfanato del DIF. Adrián vivió en ese lugar desde recién nacido. Fue abandonado inmediatamente después del parto. Su madre era una joven adolescente que sufrió una patología llamada negación total del embarazo, en la cual la madre no es consciente de estar encinta hasta el momento de dar a luz. Ante ese trastorno y una notable falta de ingreso, decidió dejar al bebé recién nacido a la orilla del río Santa Catarina. Fue encontrado un par de días después por unos periodistas que realizaban un reportaje.

Juan Alberto llegó a los cinco al orfanato. Migraba desde Honduras con sus padres en busca del sueño americano, pero un día despertó en Monterrey a bordo del tren camino a Estados Unidos, solo. Sus papás ya no lo acompañaban, nunca supo qué pasó con ellos. Unos policías municipales lo encontraron dormido, con mucho frío y lágrimas secas sobre las vías del tren al día siguiente.

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Solían ser traviesos por separado pero cuando se juntaban era imposible detenerlos en sus complejas y muy planeadas travesuras. Las maestras solían darles largos discursos sobre disciplina pero Adrián y Juan Alberto los repelían con picarescas e inteligentes respuestas.

Decidieron fugarse del orfanato e ir a vivir al Río Santa Catarina cuando escucharon en una clase de historia sobre las antiguas civilizaciones y su fijación por asentarse en lugares cercanos a los ríos. Además, Adrián soñaba una vez por semana que era un bebé flotando sobre un flujo constante de agua, amaba esa ilusión. Consideraron que vivir de una forma primitiva sería una gran aventura y no tendrían que aguantar sermones hartantes de adultos que buscaban a toda costa hacerlos responsables de cosas que no entendían. También, sería difícil encontrarlos en lugares recónditos de la ciudad.

Fabricaron a escondidas unas mochilas con la tela de sus edredones para guardar la poca ropa y los objetos que consideraban de valor. Juan Alberto empacó una pequeña bandera de Honduras que le regaló su madre, dos pantalones, unos zapatos y tres playeras. Adrián tomó un yoyo que le entregó Juan en navidad, una resortera que se encontró, unos jeans, un par de tenis y dos camisas, eso era todo.

Fue una fuga sencilla. Un día antes, analizaron el perímetro y encontraron un punto débil en una reja que sería la clave para salir del lugar. Un guardia dormido y la ausencia de alarmas facilitaron la tarea. Sus diminutos y delgados cuerpos entraron con espacio de sobra por el agujero de la valla mientras la luna los observaba por la noche.

Se levantó una Alerta Amber desde el momento en que se fugaron. Llegó a ser noticia nacional durante un par de días pero pasaron las horas y la población perdió el interés por su desaparición, como es habitual.

Los días siguientes fueron buenos, pero no perfectos. La libertad era mucha, pero también la necesidad de alimento, ese apetito los ayudó a desarrollar su sistema de comida. El hogar no fue un problema mayor, formaron su vivienda a las afueras del riachuelo con un pequeño techo de lámina, unas tablas de madera y un colchón usado que encontraron en un basurero. Al cabo de unos meses, el huracán Hanna se llevaría su vivienda. Cambiaron de lugar por el altercado, pero en cuanto las aguas se calmaron, volvieron a instalarse e iniciaron la travesía de la balsa.

Inició el tercer día de recorrido por las aguas del Santa Catarina. Juan Alberto y Adrián se bañaron por la mañana para continuar el recorrido, estaban dispuestos a terminar en donde fuese que el río los llevara. Se impresionaron con los sauces y álamos que formaban grandes sombras y se lastimaron cuando cayeron sobre un nopal mientras jugaban.

Al anochecer, se encontraron con una sorpresa, esta vez no fue algún espectáculo visual que la naturaleza les ofrecía, era el comienzo del viaducto elevado hacia la carretera Monterrey-Saltillo. Dieron la vuelta, decepcionados, pero un par de veladores los observaron a lo lejos y los atraparon para llevarlos con unos policías que estaban cerca. Los oficiales investigaron sobre los niños y descubrieron la fuga del orfanato que habían realizado meses atrás.

El DIF decidió separarlos a pesar del mar de lágrimas y berrinches que soltaron para continuar juntos. Adrián fue llevado con una ONG que lo trató bien, mientras Juan Alberto volvió al orfanato donde se conocieron. Todas las noches, ambos pensaban en las aventuras en el río, anhelando volver.

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Texto: Fabrizio Langarica


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