1994

Nací el 17 de febrero de 1994. Por consecuencia, formo parte de esa generación híbrida que creció con un poco de la vieja escuela y otro tanto de la nueva.

Quizás por el hecho de haber nacido en medio de una de las peores crisis económicas en la historia de México, aprendimos a distraernos con cualquier cosa para no prestar demasiada atención a las caras angustiadas de papá y mamá porque los números no les daban… porque el dinero no alcanzaba y en una de esas hasta perdíamos la casa.

De niños nos sentábamos junto al abuelo mientras él leía el periódico o escuchaba la radio.

Y cuando acababa de hacerlo, nos contaba su vida entera una y otra vez, y nosotros, encantados, lo escuchábamos sin importarnos que la historia fuera la misma o fuera mentira. 

Daba lo mismo.

A nosotros nos divertía.

Siendo chicos todavía, pero un poco más crecidos, pasábamos las tardes enteras jugando a la pelota, o a las escondidas, o al voto, o al futbeis, o a cualquier cosa que nos hiciera acabar sucios y empapados en sudor.

Todo antes de que comenzara a oscurecer, eso sí, porque entonces llegaba el grito de nuestros padres y ante ese grito lo que tocaba hacer era despedirnos rápido de los amigos y correr derechito a nuestras casas.

Si por ahí se nos ocurría quedarnos jugando un rato más, nuestros padres volvían a gritarnos, pero esta vez con más fuerza, y en una de esas con la chancla en la mano.

El tercer llamado era exclusivo de los más valientes.

O de los que no tenían verguenza, mejor dicho.

Porque a esos el tercer llamado les llegaba cara a cara, frente a todos.

Y ya no les pedían que volvieran a casa, sino que los llevaban de la oreja o de la camiseta y los obligaban a guardar sus pasos.

Ya estando en nuestro cuarto, si éramos de los que vivíamos en una de esas familias medio liberales, los martes a las nueve de la noche veíamos Otro Rollo, con Adal Ramones.

Y a las diez le cambiábamos a MTV (canal 32 de cablevisión, acá en Monterrey), y veíamos South Park.

Esto último ya a escondidas de nuestros padres, claro está.

Porque por muy liberales que estos fueran, ningún papá de aquellos años permitía que sus hijos se durmieran hasta tarde (tarde eran las once o las doce) viendo esa clase de contenido.

En la adolescencia disfrutamos de algunas fiestas.

Las de quinceaños y las que se organizaban con los amigos de la prepa.

Todo, claro, antes de que la inseguridad se adueñara de las calles y no se pudiera ir con calma ni a la tienda de la esquina… menos a bares ni a antros, y nosotros apenas teníamos diecisiete años.

Nos acostumbramos a leer la palabra: ‘balacera’ en las tapas de los diarios, a escuchar de secuestros y cosas por el estilo en los noticieros locales.

‘Cuando todo mejore’, decíamos ingenuamente mientras trazábamos nuestros planes de fin de semana o de vacaciones con los amigos.

La cosa nunca mejoró, sin embargo, y tuvimos que aprender a divertirnos con ciertos cuidados; asumiendo ciertos riesgos.

Y de esa manera fuimos felices.

Con el reguetón, con los Nextel. Con los corridos y con la banda. Con el rock o con el pop, también. Con cualquier género que nos hiciera sentir bien.

Y de un momento a otro, en un abrir y cerrar de ojos, nos volvimos adultos.

Y de adultos nos dimos cuenta de que no siempre alcanza con estudiar y trabajar mucho para ganar mucho dinero. Que difícilmente compraremos una casa y la terminaremos de pagar antes de volvernos viejos. Que no habrá pensiones ni trabajos ‘estables’. Que la vida es más complicada de lo que pensábamos, y por eso muchos deciden no tener hijos y prefieren a los animales.

Los que nacimos en 1994 crecimos en medio de una terrible crisis y nos volvimos adultos en medio de otra igual o peor.

Porque la crisis de aquél entonces solo tenía que ver con dinero.

Y la que nos aqueja actualmente tiene que ver con dinero, con trabajo, con prejuicios, con estereotipos, con mil cambios, con un millón de prohibiciones, con nuevas normalidades en las cuales resulta que la mayoría de las personas alguna vez hemos sido racistas o clasistas, con nuevos lenguajes y nuevos géneros. Con un montón de cosas por olvidar y otras tantas por aprender. Y en medio de todo, por si fuera poco, nos llegó una pandemia.

Por eso entendemos las quejas de la generación de ‘cristal’ y el escepticismo de los de ‘cemento’.

¿En conclusión?

Somos la generación de en medio.

Texto: Jaime Garza 
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